Post de la serie dedicada a Cómo ganar amigos de D. Carnegie
¡Bienvenid@ de nuevo 😊!
Aquí llega el motivado de turno a hablarte de cómo liderar en el trabajo (o donde sea). O de cómo conseguir que tu equipo esté motivado. O tú mism@, que tampoco te vendría mal, ¿no? 😜
Y es que, a veces, el motor principal de todo esto es el trabajo mismo… cuando resulta lo suficientemente atractivo como para engancharte.
La clave suele estar en que un puesto te permita demostrar lo que vales, destacar, "pasarte el juego", sentirte importante. Esto último ya nos suena de capítulos anteriores, ¿verdad?.
Te cuento una batallita:
Era principios de los 80 y la NBA estaba de capa caída. Pabellones medio vacíos, audiencias por los suelos, y jugadores más pendientes de “sus movidas” personales (dícese de la pasta y de sus juergas) que del juego. Un desastre.
Pero justo entonces llegaron dos chavales que cambiarían la historia del basket para siempre. Dos jugadores extraordinarios con una rivalidad épica que ya venía de su época universitaria. Fue el prólogo de una batalla que no solo revitalizaría la NBA, sino que convertiría a estos dos titanes en leyendas.
Uno era el chico dorado de Michigan State. El otro, el callado francotirador de Indiana State.
El primero, un joven afroamericano con sonrisa inquebrantable, carisma de rockstar, movimientos de otro planeta y talento para repartir juego como si hubiera nacido con ojos en la nuca y un balón en la mano.
El segundo, un currante granjero blanco de French Lick, Indiana. Tan humilde como letal, con puntería quirúrgica y un inquebrantable carácter de acero.
Diferentes en todo, eran polos opuestos. Si uno era extrovertido y siempre dispuesto a montar el show, el otro era introvertido y frío como el hielo. Distintos en todo salvo en una cosa: su hambre de ganar.
Magic cayó en los Lakers de Los Ángeles, un equipo tan glamuroso como la ciudad que representaba. Bird aterrizó en los Boston Celtics, una franquicia con tradición ganadora, pero que echaba en falta un líder. Y ahí empezó el verdadero espectáculo.
Larry y Magic no solo se enfrentaban en la pista; se desafiaban mutuamente con cada movimiento, cada estadística, cada trofeo.
"Lo que hace que Magic sea tan bueno es que sé que, si me relajo un segundo, me arrasará." -decía Larry Bird-.
"Larry no me deja dormir tranquilo. Cada vez que creo que soy el mejor, él hace algo para demostrarme lo contrario." -respondía Magic Johnson-.
Bird y Magic no solo competían por el balón; competían por la historia. Ambos jugaban para ganar, sí, pero sobre todo jugaban para demostrarse a sí mismos (y al otro) que eran los mejores.
Y así, año tras año, sus equipos—los Boston Celtics de Bird y los Lakers de Magic— se turnaron en lo más alto del baloncesto. Cada partido entre ellos era un espectáculo. Cada final, una gran batalla, y cada victoria, un mensaje directo: “Todavía no me has superado”.
Los medios, en su amarillismo habitual, avivaron el fuego. Los presentaron como el contraste perfecto: el blanco contra el negro, el trabajador contra el showman, el este contra el oeste.
¿La verdad? En la cancha, eran enemigos acérrimos. Magic se obsesionó con la precisión quirúrgica de Bird, y Larry no soportaba el carisma natural de Magic. Cada uno sabía que, para ser el mejor, tenía que vencer al otro. Esa presión los hizo trabajar más duro, jugar más inteligente y soñar más grande.
Fuera de ella, la rivalidad dio paso al respeto. Cuando Magic enfermó de VIH, Bird fue de los primeros en llamarlo. En sus charlas, ambos reconocieron que esa rivalidad que los había definido también los había unido. Sin Magic, Bird no habría sido el jugador que fue. Y viceversa.
Porque ambos entendieron que fue esa rivalidad la que los empujó a trabajar más duro, a ser más inteligentes, más creativos, más resilientes. Cada reto que uno lanzaba, el otro lo devolvía, mejorado. Si Magic ganaba, era porque Larry le obligaba a ser mejor. Si Larry anotaba 40 puntos, era porque sabía que Magic estaba viendo el partido y no quería defraudarlo.
Buena prueba de que la competición, mezclada con carácter, puede convertir a dos buenos en dos leyendas.
La lección de Carnegie: el poder de un reto
Dice Carnegie que el deseo de superarse es un arma infalible cuando trabajas con personas con el carácter adecuado (ojo, esto no es para todo el mundo). Aquí va su regla de oro:
Regla 12: Lance un reto.
No importa si estás liderando un equipo, educando a tus hijos o intentando convencer a tu colega de que se ponga las pilas. La competencia, bien gestionada, tiene un poder brutal para sacar lo mejor de las personas porque:
Hace que quieran demostrar su valía.
Despierta orgullo, competitividad y esa necesidad de sentirse importantes.
Les da la oportunidad de desafiarse a sí mismos y superar sus límites.
Recuerda: la mejor forma de motivar a la gente es con incentivos, no con órdenes.
Así que, cuando nada más funcione, prueba a lanzar un desafío.
Nos vemos en el próximo capítulo. 😉