¡Ey, bienvenido de nuevo! Me alegra (mucho) verte (otra vez) por aquí. Hoy, en nuestra serie dedicada al mítico “Cómo ganar amigos”, me vas a permitir que me desvíe un poco de mi línea habitual (si es que existe algo habitual cuando llevas “tres días” en esto).
Esta semana estoy, cómo decirlo… algo “tontorrón”, ya me entiendes. Creo. Vamos, que te has topado conmigo en un momento sensible. Así que aviso, hoy me voy a ir por las ramas.
Pero no te asustes, será indoloro. Por centrarnos, seguimos con la Regla No. 1 de las técnicas fundamentales para tratar a los demás:
Regla No.1: No condene, no critique, ni se queje
Y no, hoy no te contaré la típica historia “profesional” con gancho. Vamos a aprovechar el momento sensible, para enfocarnos en lo verdaderamente importante. En algo mucho más básico, pero sin duda mucho más complicado: las relaciones nuestros seres más cercanos, esos que a menudo sufren nuestra peor versión.
Porque si la empatía es importante en tu oficina (como ya vimos en el post anterior), en casa es directamente fundamental. Y si estás educando, mejor vuelve a leerlo. Fundamental.
Sí, ya sé que lo de perpetuar la especie se está convirtiendo en una “rara avis”. Pero, si eres de mi generación, es posible que hasta tengas hijos. Y si no, pues un sobrino te sirve. Y si tampoco, lo tomas como ejemplo y te buscas otro parentesco, da igual la edad. Venga, no te hagas el duro, que te conozco.
Y es que en este capítulo, que nos habla sobre el poder de la empatía, Carnegie nos lanza un directo brutal al mentón sobre cómo gestionamos nuestras relaciones más cercanas. Y lo hace a través de una carta que toca fibras sensibles: "Papá Olvida", escrita originalmente por W. Livingston Larned.
Por si te ayuda a verlo más claro, aquí va una invitación a la reflexión mediante la siguiente adaptación propia de esa carta (y con bastantes licencias, para qué mentir). Igual hasta te reconoces…
Escucha hija, te digo esto mientras duermes, con tu bracito bajo la almohada y ese flequillo despeinado pegado a tu frente. Hace un rato, al dejar la tablet y darme por vencido, me invadió el arrepentimiento. Suele pasar cuando consigo parar después de un día frenético. Y como no podía dormir tranquilo, aquí estoy, abrazándote mientras duermes.
Hoy me he pasado contigo. Como tantos otros días. Sí, me enfadé esta mañana cuando te vestías a paso de tortuga, mientras tu imaginación seguramente exploraba algún mundo mucho más interesante que el que te ofrece un padre estresado a las siete de la mañana.
Te regañé por tus juegos mientras te lavabas la cara, como si todo tuviese que ejecutarse con rigor militar. Y te grité cuando olvidaste recoger la ropa y te dedicaste a alguna otra “tarea” más divertida. Todo con mi habitual tono y volumen “didáctico” al que tristemente parece estar acostumbrada.
De la pelea para desayunar y recoger la mesa, casi mejor ni hablamos. ¡Hay que ver cuantas cosas haces para complicarme la vida! Como si no supieras que la vida de papá es un sprint constante.
Y aun así, cuando te dejé en el colegio y yo me iba apresuradamente, llegó tu primera lección. Me gritaste “¡Adiós papi!” entre bromas, juegos y con esa sonrisa enorme y cómplice. Como si nada. Como si no sintieras los “golpes” que ya llevabas acumulados desde primera hora.
Y yo, ya con la mente puesta en reunión de las 9, apenas conseguí soltar un “pásalo bien” que sonó más a trámite que otra cosa. En mi mundo, añadí “no hagas el tonto y entra al cole de una vez, que al final llegarás tarde”. Bravo.
Por la tarde lo rematé al recogerte. Yo, agotado, pero con todo todavía a medias. Tú, toda energía. Apareces cual superviviente a una apocalipsis zombie, siempre dispuesta a buscar la penúltima revancha.
Tu camiseta llena de manchas rojas, seguramente por alguna medalla al mérito obtenida en el comedor. El pantalón con un agujero digno de la mejor estirada de “El Santo”, a.k.a. Iker Casillas.
Y eso sin contar la chaqueta, desaparecida en combate, posiblemente perdida en el fragor de “la batalla” del recreo.
Así que yo, buscando el título honorífico de “padre del mes”, te humillé en público y te mandé para casa sin ni siquiera preguntar si todo había ido bien. Más preocupado por volver rápido a lo mío y por lo cara que es la ropa del cole, que por ti.
Y así te fuiste, caminando delante de mí, cabizbaja, como si fueras un rehén zombie que sabe que no hay futuro al final del camino.
Pero tu lección final me la diste al llegar a casa: entraste tímidamente en mi habitación mientras teletrabajaba, buscando comprensión, con esa carita de “¡la he liado parda, otra vez!”.
Y yo, el gran hombre ocupado de cuyo trabajo parece depender el bienestar mundial, apenas levanté la vista del para mirarte con cara “qué coj… querrá ahora”.
Mi expresión te hizo dudar, pero no dijiste nada. Ni una palabra. Cruzaste la habitación y, sin más, me diste un abrazo de esos que desarman. Ya sabes, esas cosas a las que ni siquiera un padre capullo… perdón, ocupado, puede resistirse.
Saliste de la habitación alegremente, como si nada hubiera pasado. Y ahí estaba yo, el "héroe de la familia", que pasaba el día entero criticando tus “fallos”. Un adulto esperando que su hija de apenas unos años, se comportara como una adulta.
Y no es que no te quiera. Tan solo quiero que aprendas a ser mayor. Pero quizás es que esperaba demasiado de ti y te he medido con la vara equivocada. E igual el problema no eras tú. Era yo.
Y en este silencio de la noche, en tu cama, me prometo a mí mismo que mañana seré mejor. No perfecto, pero sí mejor. Quiero ser el papá que ríe contigo, el que comparte tus buenos y malos momentos. El que de verdad sea un ejemplo que puedas imitar.
Y para eso, mi relación contigo no puede basarse en reñirte por todo. Porque, al fin y al cabo, eres solo una niña. Una niña que necesita más comprensión, más cariño y menos sermones.
-Fin-
Repito. El problema no eras tú, era yo.
Así que ya lo sabes. No condenes, no critiques, ni te quejes. Especialmente con los tuyos. La empatía es siempre un buen hábito para mantener en orden lo importante.
*Este texto es una adaptación personal del original y popular “Father forgets” que Carnegie reproduce íntegramente en su libro y que puedes encontrar buceando por las redes, por ejemplo aquí”
Buenos días,
Me parece muy emotivo y cierto.
Yo que tengo hijo y una nieta de 7 años, sé lo que cuentas.
Gracias y saludos.